Sucedió por aquellos días que las doce
collas de la ciudad se reunieron para actuar en la celebración más importante
de la capital. Atendiendo la convocatoria anunciada hacía casi un año, los
grupos acudieron con todos sus integrantes luciendo sus escudos y colores, dispuestos
a asombrar a la multitud ahí congregada para verlos.
Se abrió plaza a la hora prevista,
hermosas construcciones humanas comenzaron a levantarse. Entre risas pero
manteniendo la concentración rigurosa, cada elemento ocupaba su posición en la
estructura, donando hombros, espalda, pecho, manos; cuerpos ayudando a otros
cuerpos a dar forma a un engranaje vivo, sorprendente.
Yo me hice un sitio entre la gente que
rodeaba a los miembros de las collas para ver de cerca el espectáculo y
participar activamente de la fiesta. El ambiente iba tornándose cada vez más
animado, conforme avanzaba el día escudos y colores dejaban de distinguirse y comenzaban
a mezclarse en las alturas; la euforia se apoderó de nuestras almas que
embriagadas de música y cerveza se entregaban con devoción en cada ronda,
idolatrando todas las formaciones, desde una simple torre hasta la más compleja
Catedral.
Fue entonces que su ira cayó sobre nosotros.
Cuatro caballos sin jinete que pasaron de
largo por la plaza lo habían anunciado antes, pero en medio de la fiesta nadie
les había prestado atención; fue el galope aplastante de la tramontana que
volvió nuestras mentes a la cordura y pudimos advertir la catástrofe. El
engendro había salido del mar para castigarnos, con sus ocho látigos golpeó fuertemente la tierra hasta
hacerla temblar seis veces ++++++
-¡Xurricada!
Gritaban todos mientras
corrían a hacer piña para aguantar las sacudidas, intentando compactarse rápidamente
para evitar el derrumbamiento; sin embargo, los más expertos veían inevitable el
descalabro,
-caeremos-, decían abatidos. Y así fue, los más jóvenes fueron los
primeros en venirse abajo, la pobre canalla resbaló descuadrando piso tras piso
ocasionando el desplome del tronco sobre manos y contrafuertes que no
resistieron tal peso, y laterales que acabaron por abrirse despejando el
espacio para la victoria de la octópoda bestia.
La plaza se transformó en un cementerio
sin tumbas, brazos que murieron levantados aparecían como cruces disecadas esparcidas
en todo el recinto. Por el suelo se arrastraba agonizante el eco fúnebre de la
gralla; entre cascos sin cabezas y camisas sin torsos rodaba el tambor. El
viento arremolinaba los pañuelos bañados en tinta mezclada con sudor y sangre. Hermanos
y camaradas formaban ahora un pilar de cadáveres tan alto que opacó el sol. Todo se tornó negro, el olor a muerte atrajo
a la plaga de mis pensamientos dispuestos a hundirme en aquel nuevo mundo de oscuridad.
Desesperada imploré ayuda. Bajó entonces la luna a mis pies y me ascendió al
cielo para cobijarme con un manto de estrellas. -No temas- me dijo, -está
escrito que nada te pasará porque llevas dentro de ti al hijo del hombre-. Ante
tal sentencia caí de rodillas, pensé en la noche con Mateo, después aquella con
Pere, Joan… Santi… -¿Cuál de todos era el hombre?
La luna no me reveló más. Con su blanca
condescendencia me bajó de nuevo a las tinieblas y permaneció un instante iluminando
las pobres ánimas de los bienaventurados que creyeron esta historia.
Dedicado a mis amigos castellers de las collas de Gràcia ySants.
Las letras van cayendo. Se desprenden, una a una de tu nombre. Entre piedras se precipitan por el barranco hasta llegar al fondo, donde yace enterrado tu apellido. Solo la inicial permanece, grabada en una taza
Resulta tan fácil matarlos, después de unos días escuchando las mismas quejas,
lamentos, autocompasiones y lloros, el cactus de turno, agotado comienza a
pudrirse aceleradamente hasta que, doblado y marchito, acaba siendo arrojado a
la basura, sin ceremonias ni despedías, sepultado bajo la misma tierra que le
había dado vida. Luego el caído es remplazado por otro de su especie que
seguirá el mismo camino, aunque tenga la consigna de aguantar más tiempo que su
predecesor.
Alguien mencionó que apenas necesitaban
cuidados, cariño el mínimo y aún así resistían. Claramente no es verdad; se
rinden pronto, su puntiaguda coraza se reblandece perdiendo equilibrio y fuerza
para luego soltar las armas, caen los pinchos y los gajos, uno a uno, hasta desintegrarse. Yo he visto sucumbir unos cuantos, y tal como parecía, mueren felices.
Al principio no
entendí este firme deseo de perecer, pero ahora comprendo su lucha...
Porque «¿quién dijo que tenían que
conformarse? ¿Quién los condenó a un destino de penumbra y mediocridad? ¿A
existir inertes en cualquier rincón, como figuras de cera de áridas almas cuyas
lágrimas secas son incapaces de aliviar su vacío? Y sobretodo aguantar, aguantar
nuestra destructiva compañía». Dedicado a todos mis cactus muertos.
Hay ropa tendida en el balcón de enfrente, el viento la sacude en un suave vaivén que hace chocar las prendas unas
con otras; pero que no es lo suficientemente fuerte para liberarlas de las
pinzas, hacerlas volar hasta desaparecer, y a mí con ellas... Elevarme tan alto como el globo que escapa de las manos de un niño y se esconde entre las nubes esperando que sus abrazos de algodón le impidan caer de nuevo. Esto no es
posible, ahora mismo ni un huracán levantaría mi cuerpo; los párpados me caen
como telones que bajan para pedir aplausos; mi mano derecha apenas se levanta para escribir estos versos. Estoy anclada en la silla sin fuerzas
para andar, con la cabeza recostada sobre la mesa y solo me asomo de vez en cuando para comprobar si la ropa sigue en el balcón o me ha abandonado. Sigue
ahí, «¿la dejarán fuera toda la noche?», hoy habrá mucho ruido por la
calle con lo que le será difícil dormir; o quizás peor, aún no lo sabe y
la harán arder en una de tantas hogueras que en un rato se encenderán. Arderá y
se extinguirá como los falsos deseos, fantasías, irrealidades, historias y
sueños que se quemarán por ahí... Y entre sus cenizas tú, te quemarás con ellos, porque eres ellos… Te echaré a las brasas y desaparecerás en el humo denso que me impide
ver y aceptar lo que soy, lo que he elegido vivir. Debo hacerlo, aunque no sé si estoy preparada para quemarte entre esas sábanas y camisetas,
las únicas que están ahí para escuchar mis contradicciones. Mis vecinos se han olvidado de ellas como yo por momentos, de mí misma. En breve comenzarán los primeros fuegos de la noche, la presión me invade y siento que mi peso se duplica; las lágrimas que caen no lo aligeran, atraviesan el papel y corren la tinta transformando las palabras en manchas que se asemejan más a mis intenciones, no
se ve nada claro.